Monday, July 5, 2010

DIA 14, Volver a empezar


4:00 a.m. Suena el despertador. Esto ya roza lo absurdo. Hoy me he levantado antes que los gallos, pero bueno, todo sea por aprovechar un coche que sale a Zomba, la antigua capital de Malawi.

Me despedí de las misiones, de la vida en el campo, de la comida india que preparaban las hermanas (y de sus deliciosas salsas picantes), de la cama confortable y la lavadora, de la cocina con horno y fregadero, del baño con agua caliente.

A las 9 de la mañana llegué al hotel. Al hotelillo. Bueno más bien al motel. No voy a describir la habitación para evitar dar pena. Por lo menos tienen una cosa buena: esta noche, en el bar, televisan el partido de España. Algo es algo.

Salí a la calle. Chico nuevo en la ciudad. Blanco a la vista. Todos a por él. Con el tiempo, he aprendido a esquivarlos… no curioseo, no me paro a ver, no pregunto… sigo mi camino seguro de mi mismo como si supiera a donde voy, aunque no tenga ni idea. Es verdad que creerte que eres algo a veces ayuda. A mi me funciona. Eso frena a los comerciantes, pero solo por un instante, hasta que por error aparezco perdido en la misma calle y se dan cuenta de que no tengo ni idea de donde estoy. ¡Eh sir! ¡Come, sir!
Como me sentía un poco bajo de fuerzas para desenfundar la cámara me dediqué a pasear por esta pequeña ciudad. De repente y sin motivo alguno, la ciudad termina y empieza el bosque. No hay gradación, es una línea perfectamente dibujada en forma de carretera. Arriba, perdido en la espesura de la montaña, está el antiguo parlamento, además de un sin fin de atracciones turísticas como cataratas, senderos escarpados y toda clase de negocios de montaña.

Me adentro en el bosque.

Lo último que uno piensa en un sitio así es que está en África. La sucesión de especies vegetales aquí es infinita. Toda una serie de árboles para mí totalmente desconocidos pueblan la ladera de la montaña. De la nada sale un mono. Ahora un cartel: “Be ware of the dogs”, e ipsofacto y sin apenas tiempo para reaccionar, giro la cabeza y veo cómo a lo lejos se organiza una jauría de perros sarnosos dispuesto a defender su territorio. Huyo a paso veloz intentado no sudar para que no huelan lo acojonado que estoy. La rabia, pienso, la rabia. De repente me siento húmedo. No, no me lo he hecho encima. Por primera vez desde que llegué aquí, llueve. Clima de alta montaña, supongo. Peligra el equipo, así que emprendo la bajada hasta que sin más preámbulo que una puerta de madera se abre en la espesura verde un campo de golf. Entro. Venzo la pereza. Hablo de mi proyecto. Surge la primera cita: a las dos en el bar del campo de golf. Sin yo saberlo todavía, un pez gordo ha mordido el anzuelo.

Entro en una librería. Me interesa saber el precio de los libros escolares, seguramente bastante caros en relación a los salarios. Busco al propietario. Concierto una cita para mañana. Quiero que me lo explique. Continúo en su librería buscando algún libro del lugar para entretenerme. Compro uno de un profesor universitario de Malawi que se doctoró en los Estados Unidos y, siendo la excepción que confirma la regla, ha vuelto a Zomba, la ciudad en la que me encuentro (es que la inteligencia, en África, por lo general, permanece en el exilio vitalicio). El libro que he adquirido es una recopilación de literatura africana sobre el sida. Tiene buena pinta. Pido su teléfono a todo ser viviente. Por fin, con algo tan sencillo como fue buscarlo en la guía telefónica, aparece. No tengo móvil así que me paso la mañana en la cabina pública de correos intentado localizarlo. Por fin alguien descuelga el aparato. Es él. Está muy ocupado y no puede. Mañana volveré a llamarlo. Aunque sea solo por pesado.

Ando por la calle, me puede la pereza. Son cerca de las 2 de la tarde. No quiero hacer entrevistas. Estoy cansado y en este pueblo se respira un aire incómodo. Parece como si hubiese un microclima de silencio irrespirable. Si no eres de aquí no puedes soportarlo. Parecen que quieren que me vaya, que no les moleste. No sé, puede ser el miedo a lo desconocido. Me pueden las miradas. De repente, blanco a la vista. No soy yo. Por fin, aparecen otros. Me tranquilizo. Al parecer no es el pueblo fantasma que sospechaba. Aquí hay vida. Justo lo que necesitaba. Fuerzas. Veo un taxista, hablo con él. Otra entrevista para mañana. Y ya van tres. Esto es lo que se llama trabajo de producción. Mañana: realización.

Las 2. Llego tarde al campo de golf. Es un complejo deportivo a pie de montaña con unas instalaciones impresionantes. Además del campo del golf, tiene pista de tenis, bar, salón de celebraciones, salón de juego, sala de visitas y otras dependencias en las que no me atrevo a hurgar. El entrevistado me invita a una cerveza y me dice de pregunta de qué tipo la quiero. Viene de echar una partidita de golf. No trabaja, dice. Desde luego este tío está en el taco. Hablamos, le hago las fotos. No paga la cerveza y antes de irme me dice, sin ninguna clase de preámbulo: “Todo esto que ves, todo, es mío. Este es uno de los negocios de los que te hablaba”. Parecía el Rey León, Mufasa enseñándole al pequeño Simba el reino que un día sería suyo, con la pequeña diferencia de que ese reino nunca sería mío y que aquí tampoco había cementerio de elefantes.

Pues gracias por la cerveza y que tenga un buen día.

A las cuatro y media tengo una entrevista con un estudiante de enfermería que he localizado por medio de uno amigo de Lilongwe. Por fin uno que puede pagarse los estudios, veamos cómo se las arregla.

Termino el capuchino. Apago el portátil. Voy a su encuentro.

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