Friday, July 9, 2010

DIA 20. Sorpresas


A las 7 de la mañana estaba plantado en la redacción del “The Nation” esperando a que llegara Rebeca, la periodista con la que tenía la última cita en Blantyre. La verdad es que cuando me desperté me dio muchísima pereza la idea de recorrerme media ciudad a pie para una sola entrevista, teniendo en cuenta que ya había hecho una a otro periodista el día anterior. Reflexionando, me pareció descortés no presentarme a la cita. Como suele pasar en la mayoría de las ocasiones en las que he dudado si acudir o no a un encuentro (por diversos motivos), el esfuerzo mereció la pena.

Rebeca era tal y como me la había imaginado. A las 7:30 en punto apareció por la puerta una chica guapísima, de esbelta figura, alta y vestida de manera informal pero a la vez elegante. Era ella. Procedía de una familia acomodada, cuyos padres les habían podido costear los estudios universitarios a ella y a sus cuatro hermanos. Como era de esperar, a sus 27 años no estaba casada ni tenía niños. Todo un clásico en Europa, considerando su profesión. Toda una excepción en Malawi, considerando su edad.

Sus formas me cautivaron. Era una perfecta conjunción de la belleza e intelecto africano. Sin duda pertenecía a la élite del país. Su discurso era pausado, coherente e interesante. Por supuesto centramos la entrevista en asuntos como el rol de la mujer en la sociedad de Malawi (ella era un ejemplo del cambio) y en el proceso de aculturación que se está produciendo en el país (también ella era un claro ejemplo de ese proceso). La entrevista duró poco, una media hora, pero fue suficiente como para, uno, llevarme un material interesante, y dos, caer profundamente enamorado. Ya que pedirle matrimonio en su oficina me pareció precipitado y poco galán, me limité a agradecerle el tiempo prestado, despedirme y coger el autobús a Lilongwe.

Esta vez, sin embargo, preferí coger un autobús de verdad. De hecho, se parecía bastante a los nuestros (me atrevería a decir que estos autobuses vienen directamente de países desarrollados una vez que dejan de servirnos). Pero, como ya advertí en su momento, los autobuses en esta parte del mundo no salen a una hora prefijada, sino, sencillamente, cuando se llena el aforo. Así que tras la hora y media de espera emprendimos un recorrido que nos ocuparía seis horas para hacer cerca de 300 km.

Nada más arrancar ocurrió un hecho insólito. Un hombre se levantó de su asiento, se colocó a mitad de pasillo, es decir, justo a mi lado, y empezó a chillar de una forma escandalosa. Excepto un tipo que leía tranquilamente el periódico y yo, que miraba asombrado la escena, todo el autobús agachó la cabeza y cerró los ojos. El tipo prosiguió con su griterío. Era muy joven, de mi edad o incluso menor, llevaba chaqueta y olía muy bien. Sin duda le hablaba al autobús, pero no dirigía la mirada directamente a nadie, más bien al techo, al cielo. Llevaba un libro en la mano. Lo tenía abierto y creí ver que leía algunas frases en él. Al minuto dijo la única palabra que pude reconocer en toda su perorata: “Amén”. Y todo el autobús respondió al unísono, abriendo los ojos y dedicándose ya cada uno a sus tareas. Así que, supuse, este tipo de Biblia en mano ha rezado para que nos vaya bien en el viaje… ¡Qué simpático! Torcí mi cabeza dispuesto a dormir, leer o hacer algo de provecho en el largo trayecto que nos esperaba. Pero antes de siquiera darme cuenta, comprendí que lo que tipo había hecho no era más que la introducción a su sermón, a su discurso, a la predicación o lo que quiera que fuese lo que estuvo diciendo durante la hora y media siguiente. El tipo no hablaba, insisto, chillaba como lo hacen los pastores de las iglesias protestantes con micrófono en mano ante la radiante multitud congregada. Con la sola diferencia de que no estábamos en su Iglesia sino en un autobús público. ¡Cómo chillaba Dios mío! Físicamente, me dolían los oídos y me daban escalofríos sólo de pensar el daño que ese hombre les hacía a sus propias cuerdas vocales. No sé cómo, pero le cogí el ritmo a su predicación y conseguí conciliar el sueño.

A pesar del tiempo que lleva uno aquí (que tampoco es mucho), no deja de sorprenderse de algunas cosas: que a mitad de trayecto suban mujeres con niños a cuestas y nadie, absolutamente nadie se levante a ofrecerle el sitio. Que luego entre un hombre ciego y nadie, absolutamente nadie le ceda el sitio. Que de repente se escuche una gallina cacarear. Que en cada pueblo que parábamos una multitud de aldeanos descalzos empezasen a aporrear (literalmente, aporrear) el autobús para llamar nuestra atención y vendernos algo por las ventanillas (de nuestro paso por allí dependía su jornal). Que a mitad de camino el autobús entero se tuviera que bajar para una inspección de seguridad. Que un tipo te pida el periódico y empiecen a pasárselo entre ellos y no te lo devuelvan hasta que lo ha leído todo, absolutamente todo el autobús (¡hombre, hay que aprovecharlo!)… En fin, que fueron seis horas bastante entretenidas en las que no pude tomar ni una foto porque literalmente sacar la cámara de la maleta era toda una odisea por la cantidad de gente que había por el pasillo, tanto sentada, de pie, como recostada en el suelo.

Llegué a Lilongwe y, como le había cogido el gusto al económico precio de los dormitorios, me instalé en otro parecido, esta vez ocupado sólo por americanas. Al entrar en la habitación y verlas allí, les pregunté:

“¿Peace Corps Volunteers?”

“Yeah” Dijo una de ellas.

“¡Dios mío!”, pensé, “¡Esta gente ha tomado el país!”

1 comment:

  1. Vaya experiencia estás viviendo, Gonzalo. Te vas a convertir en un joven sabio!
    Haz que tu visita allí sea útil.
    Un beso y suerte, te leemos por aquí.

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